Esa semana mi
padre decidió mandarme a pasar unos días a la playa (si hubieran sido años
mejor que mejor) pues el calor y mis ocurrencias se hacían insoportables. Como
él decía, tenía todos los vehículos del mundo a su disposición, pero para mi
desgracia avisó al chofer que olía a gasolina y que no hacia ni una parada
hasta la llegada a su destino. Las náuseas estaban garantizadas.
Preparé mis
cosas, entre las que se encontraban distintas cajas de libros y juegos y subí
al vehículo, pero para mi sorpresa decidió
“escoltarme“ y comprobar así que llegaba a buen puerto. La alta temperatura que
había en el interior, (pues aunque fuera verano no bajaba las ventanillas),
unido a los vapores que desprendía la ropa de aquel individuo, empezaba a hacer
mella en mi estómago. Aguanté como pude hasta el final del viaje, pero cuando
paramos salí a toda pastilla de ese horrible coche empujando algunas de las
cajas que llevaba. Nada más saltar fuera escuché unos gritos tremendos, y vi
horrorizado un espectáculo sangriento. De una de las cajas se había salido un gato,
que desesperado y asustado había saltado sobre la cabeza de aquel pobre hombre, clavando sus
garras sobre su calva dando la sensación que había “anidado” allí mismo, pues
mi padre no conseguía arrancárselo.
A Periquito lo
habían empaquetado especialmente para mí ese día. Amada le dijo a mi abuela que
de esa manera pretendía quitarme de golpe mis miedos hacia aquel felino. “Por
el bien de su nieto doña Clemencia…”.
La verdad es que se estaba vengando de mí, cuando le puse una pastilla de añil en la
alcachofa de la ducha y la teñí de azul durante una temporada. Según dijeron
los médicos esa “ansiedad” que le produjo explotaría tarde o temprano por algún
lado.
Subí las
preciosas escaleras de azulejos con motivos de caza de la casa de mi pueblo,
notando esa agradable sensación de frescor que transmitían lo anchos muros encalados,
blancos, rugosos, limpios, que parecían que te abrazaban cuando los tocabas. La
puerta estaba abierta, para que entrara quien quisiera sin preguntar, incluso
las moscas no pedían permiso…
Por Perseo.
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