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LAS FÁBULAS DE HELENA DE TROYA.

"RECUERDOS DE LA SEMANA SANTA DE MI NIÑEZ"
Por Helena de Troya (5 de abril de 2015)



Me pongo a pensar en la Semana Santa y me trae tantos recuerdos...

Cuando era pequeña, una niña, recuerdo que en Semana Santa retransmitían los Santos Oficios por la televisión, la primera de Televisión Española, pues sólo existía la primera y la segunda de dicha cadena, y en blanco y negro, por supuesto. Ponían películas con motivos de la Semana Santa (la pasión de Cristo) y de la Biblia y también conciertos de música clásica. Ahora también, pero sólo en algunas cadenas, cosa por otro lado normal dada la mayor oferta televisiva de hoy día.

Ver los oficios se había convertido por entonces en una tradición. Aunque todavía antes, siendo aún más niña, no sabía bien que era eso de los Oficios, o más bien creía que era otra cosa. Para mí los Oficios consistían en limpiar la Iglesia. Y os preguntaréis cómo llegué a pensar eso. Bueno, en el colegio de monjas donde estudiaba la entonces E.G.B. le llamaban oficios a la limpieza que las propias alumnas hacíamos, según turnos establecidos, de las distintas dependencias del colegio. Por eso, siendo aún una niña al escuchar hablar en Semana Santa de los Oficios lo asocié a lo que conocía.

Siendo bien pequeña, aún recuerdo el miedo que me producían los nazarenos. Veía pasar la procesión tras los pantalones de mi padre o la falda de mi madre, escondida y a salvo de aquellos fantasmas que andaban descalzos y con fuego.

La procesión que más miedo me daba era la del "Silencio", porque todo el mundo guardaba silencio a su paso y se creaba un ambiente aún más misterioso. Además los nazarenos iban de negro y llevaban una faja de esparto que les daba más dramatismo. A pesar de ello tenía un aliciente, y era el de descubrir cuál de aquellos misteriosos nazarenos era mi tío Antonio. Me fijaba en los más corpulentos, como era él, y esperaba que me hiciera una señal, como un guiño, que me lo confirmara.

Otra de las primera cosas que recuerdo que no me gustaban era cuando que un tambor o un bombo de la banda de música se paraba a mi lado, pues me brincaba la barriga y me daban ganas de hacer caca.

También recuerdo cuando mis hermanos mayores y yo nos quedábamos a dormir en casa de mis abuelos, pues vivían cerca del Ayuntamiento por donde pasaban todas las cofradías, con intención de verlas todas pasar, incluidas las de la madrugada. Mi abuela no usaba despertador, y yo le preguntaba que cómo nos despertaríamos para ver pasar de madrugada a los Gitanos y Jesús el Nazareno. Ella me decía que no había más que rezar a la ánimas benditas para que nos despertaran, lo que me producía aún más miedo y pavor, pues me imaginaba a tres mujeres sin piernas que se acercaban a mi abuela y la despertaban. Pero año tras año yo me despertaba de día y preguntaba por qué no me habían despertado de madrugada, y la respuesta, en connivencia de mis abuelos con mis hermanos era siempre la misma: "que pena, ha llovido y no ha podido salir", lo que me extrañaba sobre todo cuando hacía un tiempo estupendo con un sol de castigo. Y es que, siendo tan pequeña, fácil era engañarme. Nunca llegué a ver las procesiones de la madrugada.





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“LA ZANJA”
Por Helena de Troya (7 de abril de 2014)


En aquella ocasión estábamos de ejercicios espirituales. Era de noche y esta oscuro.

La monja nos entregó a cada niña una vela encendida. Haríamos un vía crucis alrededor del edificio en el que nos hospedábamos. La monja iba la primera, iniciando las oraciones, y las niñas íbamos detrás más o menos distanciadas de ella. Algunas se quedaron bastante rezagadas para echar unas risas. Yo iba con las del medio, despacio, para que no se apagara la vela y enfrascada y recogida con las oraciones.

Al cabo de un rato escuchamos a la monja, como fiel precursora de David Bisbal, gritar “Ave maría”. Todas se preguntaban qué había pasado y nos fuimos acercando al principio del camino, pero no se veía nada.

Todo estaba oscuro y como el vestido de la monja era negro, no nos dimos cuenta de que ésta había caído dentro de una zanja. Hasta que volvió a gritar “aquí, aquí”, no nos pudimos hacer una idea de dónde estaba exactamente. Pero en vez de ayudar a sacarla nos dio la risa y no hubo quien le ayudara a salir de la zanja.


Al cabo de unos minutos la sacábamos mientras la monja nos lazaba improperios. Así que al día siguiente todas al confesionario.



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“LA NOVIA DE DON ANTONIO”
Por Helena de Troya (23-03-2014)



Ya he contado en otra ocasión que en octavo curso (de la que fue la E.G.B.), era yo delegada de religión y por entonces llevaba el pelo larguísimo [ver “El pelode Helenita”].

Pues bien, al cura, don Antonio, le habían llegado rumores de que algunas niñas de la clase y se veían con chicos, y se le ocurrió antes de la misa contarnos que él también había sido niño y que había tenido una novia. Hasta ahí todo normal. Pero la cosa cambió cuando dijo que su novia se llamaba Helenita. ¡Vaya, no podía haber sido otro nombre! Todas las de la clase dirigieron su mirada hacia mí. Continuó diciendo que aquella novia Helenita tenía el pelo muy largo. Todas las risas y los codazos se dirigieron a mí. Pero que un día que el niño don Antonio quedó para verse con Helenita, ésta apareció con un pañuelo cubriendo su cabeza, le habían cortado el pelo porque tenía piojos. Todas las miradas, risotadas, carcajadas y codazos se dirigieron otra vez a mí.

A mí, precisamente, aquella historia no me hizo ninguna gracia, porque me imaginaba las consecuencias. Al terminar la misa y luego por la calle las niñas coreaban “Helenita es la novia de don Antonio”, “eh, Helenita, que tienes piojos, ¿cuándo se van a cortar el pelo?”

Al cabo del tiempo me encontré con don Antonio y le recordé la anécdota, él no se acordaba, pero yo creo que no la olvidaré mientras viva.


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“LA MUÑECA”
Por Helena de Troya (09-03-2014)



Tendría unos ocho años cuando los Reyes Magos me regalaron una muñeca que traía como complemento un par de pelucas. Yo estaba muy contenta con aquel regalo, y en cuanto pude intenté colocarle a la muñeca una de las pelucas, pero me resultó imposible. Lo intenté entonces con la otra, pero el resultado fue el mismo, no había forma de ponérselas.


Yo pensaba “¿cómo se pondrán las artistas las pelucas que les quedan tan bien?”. El caso es que ante lo imposible me dediqué me dediqué a cepillar el pelo de la muñeca y de pronto se le cae todo el pelo y se queda calva. Mis hermanos se miraron entre sí y me dijeron: “ya verás cuando le digamos a mamá que has roto la muñeca nueva”.


Yo ya me imaginaba la bronca, “Hay que ver que no te ha durado ni un día…, el mismo día de los Reyes y ya la has roto”, con su paliza correspondiente. Así que como un cordero es entrega al sacrificio, yo me abracé a la muñeca y con las lágrimas a flor de piel me presenté ante mi madre. Entonces mis hermanos se apiadaron de mí y me explicaron que la muñeca venía calva de fábrica, que no le había arrancado el pelo, sino que era otra peluca la que traía puesta. ¡Qué felicidad!




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“La edad de mis padres”
Por Helena de Troya (23-02-2014)


Cuando era pequeña creía que una vez que aprendía a leer, escribir y hacer cuentas, ya lo había aprendido todo y no tenía que volver al colegio. Llegué a esta conclusión porque una vez terminó el curso y me dieron las vacaciones de verano, éstas se me hicieron eternas, no tenía conciencia del paso del tiempo.

Cuando llegó septiembre y me pusieron de nuevo el uniforme y me llenaron la maleta de libros y cuadernos nuevos me quedé muy sorprendida, no entendía la necesidad de volver al colegio cuando ya sabía todo lo que tenía que saber.

Pero cuando también demostraba no tener conciencia del tiempo era cuando en los primeros días de curso las profesoras rellenaban las fichas personales de las alumnas con detalles como los nombres de los padres, sus profesiones, sus edades. Yo no tenía ni idea de estos detalles. Sabía los nombres y la profesión de mi madre –mi madre está en casa- , pero en cuando a las edades, eso sí que no lo sabía. Les pregunté a mis padres y ellos me contestaron. Pensé “ya está este problema solucionado, ya voy a saber responder siempre esa pregunta”.

De manera que memoricé ese dato y cada vez que pasaba de curso y me preguntaban la edad de mis padres yo contestaba con tranquilidad y seguridad. Hasta que pasé a quinto curso y la profesora se dio cuenta de que mis padres tenían las mismas edades cada año desde que entré en el colegio. Y me dijo: “Helenita, la edad que me dices es imposible. Pregúntale a tus padres”. Yo, sin entender por qué, volví a preguntarles a mis padres las edades de cada uno y cuál fue mi sorpresa cuando me contestaron otras distintas de las que yo sabía.

-“¿Por qué me habían engañado mis padres? Yo que estaba tan segura de lo que me habían contestado cuando entre al colegio por primera vez y ahora, al cabo de los años, me entero de que ya no tienen esa edad sino otra. Bueno…, no hay problema…, memorizo las nuevas y me olvido del tema.”

Tardé en comprender que los padres no son eternos ni tienen una edad fija para siempre.





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“TÉCNICA PARA CRECER”
Por Helena de Troya (09-02-2014)


Una Semana Santa de abril tenía yo catorce años y me enamoré perdidamente de un chico altísimo. Al mes siguiente formalizamos nuestra relación. Al principio me costaba permanecer tanto rato mirando hacia arriba cada vez que hablábamos. Con el tiempo me acostumbré y ya me parece que ni tengo que mirar hacia arriba para hablarnos, pareciera que somos los dos de la misma estatura, ¡ojalá!

Pero como digo, al principio me costaba, me dolía mucho el cuello cuando llegaba la noche, después de haber pasado la tarde con él. Teníamos que aguantar bromas como que nos llamaran “ahí va la una y media”, o que le preguntaran a él “¿qué tiempo hace pro ahí arriba?”.

El caso es que mi padre, por echarme una mano, pensé yo ingenua e inocentemente, me dijo que yo podría crecer un poco más colgándome de una puerta e intentando llegar con los dedos de los pies al suelo. Sin dudarlo un momento, en cuanto tuve ocasión intenté ponerlo en práctica.

Necesitaba un apoyo donde subirme, colocar mis manos en la parte de arriba de la puerta, me bajaba del apoyo, y como podía me quedaba agarrada a la puerta, que tendía a cerrarse. Y con mucho dolor intentaba llegar con la punta de los dedos de los pies al suelo. Aquello era un martirio. Me costaba horrores mantenerme un segundo en esa postura.

Por supuesto lo hacía sin que nadie me viera para evitar chanzas y burlas de mis hermanos. Pero un mal día me pilló mi madre agarrada a la puerta de mi dormitorio como un gato. “¿Pero qué estás haciendo?, ¿tú te has vuelto loca?, ¡cómo descuelgues la puerta del quicio te voy a dar una paliza que te vas a enterar!”. Mi madre no atendía a mis razones ni a mis excusas:

- Me ha dicho papá que así puedo crecer.

Mi padre re reía bien satisfecho cuando mi madre le contó la última ocurrencia de su hija.

Así se me acabaron a mí las ganas de colgarme de la puerta para crecer, que me hacía mucha falta. Y lo que hacíamos mi enamorado y yo era aprovechar los escalones de las aceras y las escaleras, o nos sentábamos en los banco del parque para vernos y hablarnos de cerca.


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“Confesiones”
Por Helena de Troya (26-01-2014)


Andaba yo por el 8º curso de la E.G.B. cuando las niñas me eligieron delegada de religión. Entre mis funciones estaba la de ponerme de acuerdo con el cura en cuáles serían las lecturas de la misa del día, cómo hacer las peticiones, las moniciones, etc. Todo ello hizo que mantuviera una relación estrecha con el cura, y que las confesiones con él fueran más informales que de costumbre. Él me preguntaba si me había pasado algo y yo siempre le contaba el mismo problema, que era el siguiente:

- Mire usted don Antonio, otra vez no entiendo el cuarto mandamiento (“Honrarás a tu padre y a tu madre”)
- ¿Por qué?, ¿has desobedecido a tus padres?
- Pues verá usted, no lo sé. El caso es que por obedecer a mi madre me llevo 2 ó 3 bofetadas.
- ¿Eso como es? Explícate.
- Ayer sin ir más lejos. Estaba por la tarde yo sola en mi cuarto estudiando, cuando entra mi hermana pequeña y me dice que está aburrida y me pide que juegue con ella. Yo le contesto que no puedo hasta que no termine mis deberes. Entonces mi hermana, socarronamente, me dice: “vamos a ver qué pasa”, y grita con voz lastimera: “¡mamá, mamá!, Helenita me está pegando, ¡ay, ay…!”. Mi madre sube, entra en el cuarto, se dirige a mí y me da la primera bofetada.
- Pero mamá, yo no he hecho nada. Mi hermana se lo ha inventado.
- Sí, sí, tu hermana se va a inventar algo así. Ni se te ocurra volver a pegarle. ¿Te estás enterando?
- Sí, mamá. –Y me da la segunda bofetada-.
- Y ésta por contestarme
Y entonces yo pienso que si no le hubiese contestado me habría dado otra bofetada. Le contesté porque ella me preguntó-

El cura se partía de la risa mientras decía “muy bueno, muy bueno”

- Sí, pero yo ¿he pecado o no he pecado?
- No, no has pecado –me decía entre carcajadas-, es sólo que los padres así de vez en cuando. 

Al final acababa diciéndome “cuando tengas más problemas ven a contármelos a mi, ven a mi”.





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“EL PELO DE HELENITA”
Elena de Troya (12-01-2014)


Desde muy pequeña he llevado el pelo muy muy largo, tan largo que podía sentarme en él. Las envidiosas me decían lo llevaba tan largo para limpiarme el culo con él.


Lo recogía en una trenza y nunca me lo soltaba. Nadie en ocho años de colegio me lo había visto suelto. Hasta que un día a una de las monjas se le ocurrió que fuera descalza, que me vistiera con un túnica blanca con brillo y que llevara el pelo completamente suelto mientras iba y venía por el templo de la capilla haciendo el “play-back” de una canción que tuve que memorizar que decía: “Allanad los caminos que viene el Señor”.

Entonces entre la concurrencia se escuchó un ¡OH!, ¡qué largo!

Las envidiosas me decían que estaba bella como una camella.

Al cabo de un par de años aquella frondosa melena desapareció. Era junio. Hacía mucho calor y yo tenía la varicela. Cuando el médico me visitó en casa le dijo a mi madre que más que varicela parecía viruela que es peor. Y como la zona más afectada era la cabeza insistió en que no se me ocurriera lavármela y menos cepillarla. Como llevaba el pelo recogido en una trenza  no pensamos que fuera a enredarse mucho. Pero no ocurrió así. Cuando el médico me indicó que el peligro había pasado, lavé mi pelo con mimo pero se me hacía imposible desenredarlo. Lo intentó mi madre y tampoco pudo. Acudimos entonces a la peluquería cercana de una vecina. Ni el suavizante ni otras cremas lograban desenmarañarlo. Así que no hubo más remedio que cortarlo. Me lo dejaron por encima de los hombros.

Pero como hacía mucho calor y yo no estaba acostumbrada a llevar el pelo suelto tomé la decisión de cortarlo todo y llevarlo como si fuera un niño.

Luego con los años lo dejé crecer otra vez hasta llevarlo por la cintura.

Pero me ocurrió algo muy curioso, cuando me encontraba mal, estaba enfadada o estaba pasando una mala época me cortaba el pelo tanto que no necesitaba ni peinarme. Y cuando estaba a gusto, contenta, me lo dejaba crecer. Yo creo que en eso tiene que ver la paciencia. Cuando estaba mal no tenía paciencia para cepillarme el pelo, desenredarlo y dejarlo completamente liso. Cuando me encontraba bien sí tenía paciencia para cuidar mi pelo con esmero.

¿Queréis saber cómo de largo llevo el pelo o si lo llevo corto?


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“EL COLEGIO”
Por Helena de Troya (25-05-2013)


Yo soy hija única. Mi abuela es hija única. Mis padres son hijos únicos. Excepto mi madre, los demás nos llamamos como el santo del día en que nacimos. Mi abuela Consuelo, mi padre Santiago, mi madre Cecilia y yo Mari Cruz. Mido uno ochenta y dos, con el pelo rubio muy claro, casi blanco. Soy delgada porque soy como mi abuela, de poco comer.

Cuando estaba en preescolar, los niños de la clase, como era tan alta, me llamaban “mamá”, y acudían a mí cuando se caían, se peleaban o tenían algún otro importante problema.

Durante mi infancia y mi adolescencia ni hice otra cosa más que estudiar. No se me daba muy bien. Me costaba concentrarme y cuanto lo lograba lo hacía por poco tiempo. Nada hacía presagiar en mi época de preescolar que iba a tener tanta dificultad, porque aprendí a leer, escribir y a hacer las primeras cuentas rápidamente. Luego, en los primeros cursos de la EGB empecé a trabajar a mi ritmo y empezaron los problemas. No me daba tiempo de hacer las tareas de clase en horario de clase, así que las tenía que terminar en casa junto con otras tareas que eran propiamente para hacer en casa. Mi madre tuvo que dejar de trabajar por las tardes para ayudarme. Lo pero eran los exámenes. Como mi memoria era efímera mi madre me hacía repetir los conceptos y las fórmulas mil veces justo hasta el instante antes del examen. Me ponía tensa y nerviosa. Las tilas que me preparaba mi madre no me hacía ningún efecto. Ella me insistía en que fijara bien en los datos de los problemas de matemáticas porque solía ocurrirme que hacía bien el problema pero a lo mejor me equivocaba en una suma y el resultado del problema era incorrecto. Me repetía una y otra vez que repasara el examen antes de entregarlo.

 En el colegio me llamaban “larga”. Algunos profesores les decían a mis padres que me relacionara con gente de mi edad. Pero yo no quería, no me sentía identificada con ellos y me lo pasaba tan bien con mi familia. No me sentía nunca sola, siempre en buena compañía, en la mejor que se puede tener, mi familia.

Mis padres iban al colegio constantemente para hablar con mis profesores para hacerles comprender mis limitaciones y mi incontable esfuerzo en superarlas. Hasta tal  punto lo intentamos que consiguieron que todos los exámenes los tuviera a primera hora de la mañana. Así a mi madre y a mí nos daba tiempo de repasar por última vez el examen. A primera hora yo acudía como en trance a clase, “vomitaba” sobre el papel todo lo que me preguntaban, lo repasaba y una vez entregado podía respirar tranquila toda la mañana. Saqué el graduado escolar bien, aunque quien realmente se llevó el mérito fue mi madre.

Para el bachillerato mis padres optaron por contratar a un profesor particular para cada asignatura. Mi madre no tuvo más remedio que volver al trabajo para costear a la cuadrilla de licenciados que diariamente desfilaban por mi casa. Mis padres conocieron a mis nuevos profesores y estuvieron en todo momento en contacto con ellos. Mi plan de estudios era un asunto de estado. Lo que más me costó aprender las matemáticas, la física, la química y la filosofía. Lo que más trabajo me dio el arte, la literatura y la historia con los dichosos comentarios de texto, el latín y el griego con las traducciones. En inglés no tuve tanto problema.

Y con mi título de bachillerato mis padres me convencieron para que me presentara a la prueba de selectividad por si alguna vez quería estudiar una carrera. Yo ya estaba muy cansada. Mi horario desde que era una niña era de seis de la mañana a ocho de la tarde. Con una hora para almorzar, una hora de descanso tras el almuerzo y ya después de las ocho de la tarde ducharme, cenar y acostarme. Todos me animaron, yo aceptó este último esfuerzo porque mis padres me prometieron un año sabático. Me presenté y aprobé.

En el colegio se celebró una fiesta con todos los profesores del último curso, los padres, los alumnos, también fueron invitados mis profesores particulares como parte de mi éxito. Aquella fiesta daba fin a una etapa de mi vida en la que como dije al principio casi no había hecho otra cosa más que estudiar.


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LA CASA DE MIS PADRES O MI CASA.
Por Helena de Troya y Pólux.

Cuando somos niños la casa de los padres no es diferente de nuestra casa. Es nuestro lugar natural. En ella pasamos la mayor parte de nuestro tiempo. Nos ofrece calor, protección. La casa es de todos, de nuestros padres, nuestros hermanos y de nosotros mismos. Y dentro de ellas hacemos propiamente nuestros, de nuestra propiedad, el dormitorio, la cama, la parte del armario y los cajones que nos asignan, la silla, la ropa, los juguetes, los libros, los lápices, los discos, etc. Pero cuando crecemos oímos decir a nuestros padres que la casa es suya. Es muy cierto. Ellos la han comprado y la han pagado con el sudor de su frente. Y todas las cosas que hay en la casa son suyas. Es cierto. Pero la agenda o el diario que guardamos en el cajón del mueble del dormitorio de la casa propiedad de nuestros padres, es nuestro. Y queremos total privacidad individual para nosotros, para nuestro diario. Igual ocurre con la ropa interior aunque te la hayan comprado tus padres.

También se nos recuerda que la casa es de nuestros padres a la hora de volver a ella después de salir con los amigos. “Mientras estés bajo mi techo harás lo que yo te diga y todo lo que hay en ella es mío, así que tengo derecho a mirar en los cajones aunque tú pienses que son tuyos”, ésta es la frase que nos hace darnos cuenta de que la casa no es nuestra, sino de nuestros padres. Y que nosotros no tenemos nada hasta que no podemos conseguirlo por nosotros mismos. Una buena lección de individualismo. Y así la casa de nuestros padres se convierte en la casa a la que vamos de visita y nada más.

Los padres, aunque algunos no lo crean, tienen obligaciones para con los hijos, no sólo morales, si no ya puramente civiles. Ahí está el Código Civil por si algún padre quiere leerlo. Y si todos somos personas, ¿por qué no nos respetan como tales? Estamos en sus casas, ¿y por qué creen que eso les da derecho a hurgar en nuestra intimidad? Los padres no hacen eso. Lo hacen las personas vacías, que además son padres. ¿Por qué si no esa manera de anular a un hijo diciéndole que no es su casa, que su ropa tampoco es suya, que ni siquiera su intimidad lo es? El respeto es un principio fundamental que nos cimienta como personas, independientemente de las obligaciones que podamos tener unas hacia otras, y el hecho de que unos padres sean incapaces de atender esa obligación para con un hijo significa que ha fracasado como padre, y antes que eso, aún peor, que ha fracasado como persona.

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