PENSAMIENTOS SOBRE LA MUERTE (Y LA VIDA) A ALTAS HORAS DE LA NOCHE.
por Pólux.
Hace
algún tiempo mi padre decidió revisar la ingente cantidad de papeles que tenía
en su despacho (cartas comerciales, listados de producto, copias de pedidos,
etc.), acumulados durante casi cuarenta años de profesión. Allí salió a la luz
de todo, pues tuvo la costumbre durante toda su vida de no tirar nada. Olvidado
en un rincón apareció un grupo de papeles que mi padre reconoció de inmediato.
- Échale
un vistazo a esto, a ver si encuentras algo interesante -me dijo-.
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Libro copiador de cartas. |
Había un
libro copiador de cartas que contenía 696 cartas escritas entre 1832 y 1868
(entonces ni siquiera había papel de calco –o papel carbón-, inventado a
finales del siglo XIX), dirigidas a proveedores, clientes y, muchas de ellas,
al Marqués de Campo Nuevo, por aquel entonces dueño de tierras en la granadina
ciudad de Loja, de la que, por cierto, era natural mi padre. También había
escrituras manuscritas de transmisiones de varias generaciones anteriores a la
mía, sentencias dictadas por un tío abuelo de mi madre que era magistrado juez,
y otros muchos documentos, la mayoría de ellos de difícil lectura para quien no
está habituado, como yo, a aquella antigua letra y forma de escribir documentos
oficiales, que contenía expresiones hoy en desuso. Aquel legajo contenía un
trozo de historia olvidada.
Pero
entre aquellos documentos comerciales, notariales y judiciales apareció un
folio que contenía un escrito que nada tenía que ver con los demás documentos.
Por su aspecto pertenecía a la misma época que los otros, pero su contenido era
distinto. El escrito expresaba unas ideas muy personales sobre la muerte. Me
impactaron sus palabras por varios motivos. Por un lado no me esperaba
encontrar algo así con esos documentos. En ese sentido fue una sorpresa. Por
otro lado me acercó en el tiempo a un antepasado, me hizo sentir sus
inquietudes y sus preocupaciones. Su pensamiento revivió en mí después de tanto
tiempo. Y por último me impactó lo cercanas que estaban esas palabra e ideas de
las mías propias. Me sentí identificado con alguien cuya sangre compartía, con
alguien que ya había recorrido el camino que yo estaba atravesando, y eso
relativizó aún más mi percepción de la existencia. “Nada nuevo hay bajo el
sol”, reza la máxima. Y así me sentí, incapaz de elaborar nada nuevo. Por
original que sintiera mi pensamiento, siempre había alguien que lo había tenido
antes. Pero también me sentía extrañamente libre, pues mis pensamientos eran
originales en el sentido de que los había elaborado por mí mismo, sin la
influencia que ahora descubría. Es distinto tener un pensamiento y descubrir
después que otros muchos lo han tenido ya, a descubrir directamente un
pensamiento en los demás y hacerlo mío. La sensación de libertad que produce el
primer caso es único, si bien el resultado final es el mismo, el de tener ideas
propias, sean elaboradas por uno mismo o sean hechas propias tras la
elaboración de otros.
Paso sin más a transcribir el
escrito que encontré:
¿Qué es esta sensación? Parece que va y
viene, pero en realidad está aquí, dentro de mí, y aparece y desaparece, o más
bien se muestra o no. Horadó lentamente mi interior hasta acabar anidando en
él.
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Anhelos de infinitud |
Esa sensación es la tensión que me produce
vivir en una polaridad. Por un lado vivo el polo de la “plenitud” (o
“eternidad” o “infinitud”). Todo cuando deseo o cuanto quiero, lo deseo o lo
quiero para siempre. Es el anhelo de que no acabe, la resistencia al cambio, la
perpetuación de lo que agrada frente a su fin. Cada instante en que amo a una
persona tengo el anhelo de amarla siempre, de estar junto a ella siempre.
Podría resumir este polo con la siguiente frase: “no quiero perder aquello que
tengo y deseo”.
Por otro lado vivo el polo “de lo
perecedero” (o “limitado” o “finito”). Es un hecho que impone la propia
realidad. Todo aquello cuya realidad me afecta es perecedero o cambiante (en
cuanto que el cambio implica el perecer del anterior estado). Nada permanece, y
menos aún la realidad personal de sentimientos, deseos o anhelos. La propia
vida tiene un límite que se llama muerte. Es el límite físico y real de todo lo
físico y real y de todo lo que no es físico y real (anhelos, deseos,
sentimientos). Al menos eso es lo único que se muestra a mis ojos y a mi razón.
Más allá no veo nada, sólo eso puedo decir.
Y es la conjunción en mí mismo de esos dos
polos, la forma unitaria en que forman parte de mí ,lo que crea una tensión que
se manifiesta como desazón, angustia, desesperanza, tristeza, ira … ¿Cómo deseo
para siempre lo que sé que nunca lo será? ¿Por qué anhelo infinitud cuando sé
que sólo hay finitud? ¿Por qué quiero lo que no puedo tener?
La cuestión no es encontrar una explicación
a lo que parece una sinrazón (la psicología nos puede dar muchas pistas y
explicaciones). No. La cuestión es cómo vivir afrontando esa “dicotomía”, cómo
aceptar la muerte, el fin de todo, cuando anhelo justo lo contrario.
Quisiera hacer una aclaración en este punto.
Desearía hacer ver que para una persona no religiosa como yo la muerte es un
hecho frente al que no queda más que su aceptación. Incómodo o no, así es. Y
así acepto la muerte, como fin de la existencia. Pero la muerte como parte del
polo “de lo perecedero” es un concepto distinto. No es ya la muerte como fin
existencial, sino como fin del anhelo de infinitud, y éste es un deseo de
infinitud. Es decir, podría tipificar la idea de muerte como fin existencial
diciendo que nazco para morir, que nacer implica morir, y como tal hecho lo
acepto. Y podría tipificar la idea de muerte como fin del anhelo de infinitud
diciendo que la muerte es el polo que contradice uno de los pilares de la vida,
el deseo y anhelo de vivir. Es esta contradicción la que me angustia, y no la
idea de muerte como fin existencial.
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Una vez aclarado este punto me pregunto
¿estaré planteando algo mal?, ¿será esa contradicción fruto de mis creencias?
Creo que más bien es al revés, que mis creencias son fruto de mi experiencia en
la existencia. Y lo creo así (sólo lo creo), porque siento la contradicción
como algo muy interiorizado, muy radical dentro de mí, como algo que está en
los cimientos mismos de mi vida (y tal vez por eso me haga tambalear).
No puedo probar nada, ni creo que nadie
pueda, por eso esto que escribo no tiene (ni lo pretende) intención de
convencer o explicar, tan sólo de describir un sentimiento que se apodera de mí
y que, a veces, hace que mi corazón palpite rápido y desconsolado.
Y vuelvo a preguntarme ¿cuál es mi
naturaleza que hace que desee lo que mi razón sabe que no puede ser?, ¿por qué
estoy hecho de forma que por naturaleza el desconsuelo sea parte de mí?, ¿por
qué me pregunto tantos “por qué” si sé de antemano que no puedo responderlos?. Sólo
sé que lo que sé nada me aclara de lo mucho que no sé. Sólo sé que mi desazón,
mi angustia y mi desesperanza son reales, y esta noche me han despertado y no
me han dejado dormir. Y así lo he querido escribir. Nunca sé qué puede
despertarme esta tristeza (a la que a veces creo que no tengo derecho), pero
creo que esta vez ha sido el sonido de las olas del mar, una realidad que
parece imperecedera.
El texto
no tenía fecha ni nombre, así que no estoy seguro que fuera de la misma época
que los documentos con los que lo encontré ni que fuera escrito por alguien
cuya sangre circula por mis venas, pero así quiero creerlo.
Y esa
alusión final al sonido de las olas del mar no hacía más que ratificar mi conexión
con quien lo escribió, pues me recordó cuántas veces ese mismo sonido me
inspiró sentimientos parecidos a los que expresa, y como hace años le había
puesto de título “Las olas del mar” a una historia que le escribí a mis
sobrinos (por cierto publicada en Obtentalia), queriendo reconocer con ese
título la importancia que en mi vida siempre ha tenido el mar como símbolo de
vida, de eternidad, de lo inevitable, y como realidad natural con la que puedo fundirme
por un instante.