Una de las mayores y más difíciles virtudes de conseguir es la de ejercer el poder. Lógicamente me refiero al ejercicio ecuánime, equitativo, respetuoso y justo del poder, porque cualquier otra forma de ejercerlo que implique abuso o simplemente no sea ecuánime no es ninguna virtud, sino todo lo contrario.
El ejercicio del poder, a gran o pequeña escala, en un importante cargo público o en nuestra propia familia o grupo de amigos, facilita la imposición de deseos o intereses particulares, hasta el punto de resultar muy difícil sustraerse a ello, y por ello corrompe con tanta facilidad la mejor de la voluntades.
Para mandar, para ejercer el poder, hace falta un equilibrio y una fortaleza mentales nada comunes. Un cargo lo puede ejercer cualquiera, pero ejercer el poder inherente al mismo no está al alcance de cualquiera. Es una verdad incontestable.
Y así nos va. El poder político lo suele ejercer quien demuestra mayor destreza en beneficiarse de él. Quien beneficia a los demás ejerciendo correctamente el poder pierde el apoyo de las personas influyentes que buscan su interés particular en el ejercicio de ese poder. Sin apoyos no se asciende, y la consecuencia es que quien no ejerce el poder a favor de intereses determinados no obtiene ese puesto de poder.
El poder laboral o empresarial es especialmente cruel e interesado. Los grandes empresarios, los grandes banqueros, y en general las personas con poder en estos ámbitos, suelen perder la perspectiva por el vértigo que les produce ejercer el poder y ver como sus decisiones repercuten en la vida de los demás. Se sienten todopoderosos, y eso desequilibra a cualquiera, salvo a quien tenga, como dije antes, un equilibrio mental y psicológico fuera de lo común.
Pero en una pandilla, en un Colegio, en una oficina..., prácticamente en cualquier grupo, sucede igual. Y es que ésa es la naturaleza del poder, la que impone el interés particular al general, el deseo a la razón, la visión de lo único a la igualdad.
Por Pólux.
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