Y comienza la Feria de Sevilla. La estación de trenes de Sevilla, Santa Justa, es un hervidero desde la semana pasada, con muchos españoles y también muchos extranjeros. ¡Qué haríamos por aquí sin el turismo!
Málaga fue la provincia andaluza que más supo aprovechar el turismo, convirtiendo sus playas, a pesar de no ser los mejores de Andalucía, en lugar de descanso de famosos de toda clase, lo que demostró que las infraestructuras eran la base real del reclamo turístico. Por supuesto que el lugar y el paisaje son fundamentales, pero de casi nada sirven sin las infraestructuras.
Pero fomentar las infraestructuras y atraer el capital necesario es sobre todo una cuestión política. Huelva puede ser un ejemplo claro. En la ría que hoy preside la majestuosa estatua a Colón resulta impensable que antaño se bañara la gente. Aún en la época franquista se invirtió capital en empresas químicas y en una refinería que convirtieron aquél bello rincón en uno de los más contaminados de nuestra geografía marítima, aunque el empleo que produjo aquella inversión fue motivo de alegría, por supuesto. Pero la mayoría de las poblaciones costeras de Huelva, con unos paisajes y playas magníficas, quedaron para el turismo local por esa falta de infraestructuras y visión a largo plazo. Y aún hoy, a pesar de su auge, la gran mayoría de su turismo es local, teniendo unas infraestructuras fuera de una lógica coherente con el potencial desarrollo turístico, como sucede con el puerto deportivo de Mazagón, una gran construcción que no ha hecho de aquella población el reclamo turístico que se esperaba, pues no se acometieron otro tipo de infraestructuras de refuerzo que le dieran apoyo. Una cuestión política, sin duda. Pero tal vez ahí resida el encanto de esas playas, como les sucede a las de la costa Vicentina portuguesa, donde siempre se puede encontrar una playa solitaria.
Y ese es el caso de nuestra atalaya, perdida entre pinos y matorral, a vista de pájaro sobre una playa solitaria apenas visitada por su difícil acceso. Y esa es mi alegría, la soledad que me presta aquel paisaje único e inspirador, la brisa que penetra en mis pulmones y me hace respirar cada gota de mar evaporada. Un lujo que una mala política turística me ha permitido.
Sólo añadir que a principios de los años setenta se hicieron grandes proyectos urbanísticos para colonizar estas dunas llenas de pinares que se elevan muchas decenas de metros sobre el mar, a pesar de ser zona protegida, lo que hubiera hecho imposible mi estancia ahora aquí, en la atalaya. Algo bueno tuvo en este caso la torpeza política, y la sensatez de no construir donde era evidente que no debía hacerse. Al final, constructores y políticos buscaron una zona más cómoda a sus intereses, y dejaron en su sitio esos médanos que inmortalizó Juan Ramón Jiménez.
Por Pólux.
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