Cuando uno tiene cuatro o cinco años empieza a repetir que ya es un hombrecito, lo que le dicen los mayores. Ya en la pubertad empieza a creer que ya es un hombre, pues comienza a pensar por sí mismo y cree entender el mundo. En la adolescencia cree uno haber alcanzado el conocimiento del mundo y saberlo todo, entre otras cosas que todos los demás, especialmente los mayores, están equivocados, y que uno no caerá en la trampa de vivir como ellos (ja, ja, perdón, pero es inevitable que me dé la risa).
Pero el tiempo pasa y a los treinta años se comprenden cosas que no estaban al alcance de la comprensión con veinte años, y empieza uno a entender cosas que antes parecían baladíes o propias de mentes rancias. Y así se llega a los cuarenta, y no sólo se comprenden más cosas, sino que empezamos a entender a nuestros padres, cosa que parecía imposible en los estadios anteriores. El trabajo y la familia convierten la responsabilidad en algo ineludible, algo que hay que asumir. Las cosas se ven muy diferentes. Luego llegan los cincuenta y ya la experiencia comienza a tener un grado de importancia. La perspectiva del tiempo hace entender muchas cosas. Los sesenta consolidan esa tendencia y cada vez se tienen menos ganas de tonterías. El deterioro físico empieza a tener cierta importancia. A los setenta la jubilación marca un estadio diferente. Las responsabilidades cambian. En muchos casos ya se afronta el cuidado de los nietos. La perspectiva del mundo se ha ampliado, y su comprensión también, pero el aspecto físico se ha deteriorado tanto que compensa negativamente nuestra visión más abierta del mundo. A los ochenta se toma plena conciencia de la muerte y de que se está en la cuenta atrás. Se asume la muerte, aunque cueste. La experiencia está en su máxima expresión, pero la falta de reflejos mentales hace que uno se sienta inútil, pues a nadie parece importarle sacar rédito a esa experiencia, como si la vida de un anciano fuera una vida vacía.
Cruel es la vejez, demasiado quisiérase decir.
Por Pólux.
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