Nuestra atalaya sigue en pie, y lo hará mientras lo estemos nosotros, pues es nuestro propio deseo. A veces nos parece irreal, y nos dan ganas de confesarlo así, hasta que nos encaramamos sobre ella y advertimos que no es menos real que nosotros mismos, que está ahí, hundiendo sus raíces sobre un acantilado de tierra rendido al ímpetu del mar.
Cada mañana la primera luz rojiza del amanecer inunda rápidamente el manto que forman las copas de los pinos, ofreciendo un extraño colorido, el verde de la finas hojas y el ocre de las ramas y brotes nuevos enrojecido por el fuerte color de esa primera luz. Pronto el día nace, el cielo adquiere su tono azul intenso y el día la luminosidad, todo tan característico de esta tierra sureña, perdida e incontestable, amada y deseada, cercana y ajena, siempre ajena.
Lo real y lo irreal se confunden no sólo en nuestra mente, también en la realidad de esta tierra que nos hace desear lo indeseable, que nos hace querer lo imposible. ¿En qué mejor sitio podía estar nuestra atalaya, símbolo y realidad, que aquí?
Por Cástor y Pólux.
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