"Recuerdo aquella mañana soleada de verano en la costa onubense. Habíamos salido a dar un largo paseo en bicicleta. Nos dirigimos a una zona sombreada de pinos y eucaliptos, que en invierno se convertía en un humedal cuando la lluvia arreciaba.
No era la primera vez que íbamos por allí. Recuerdo lo que de lejos parecían unas cajas de color claro. En realidad eran panales, y sabíamos que estaban allí, pero siempre pasábamos sigilosamente a una distancia prudencial. A veces se escuchaba el zumbido combinado de las miles de abejas que debía haber.
Esa mañana vi un hombre entre las cajas, ataviado con esa extraña vestimenta que les protege de las picaduras. Pasamos sin problemas, pero a la vuelta la situación varió. Habíamos pasado ya la altura de las cajas cuando de pronto sentí un fuerte picotazo. Ella, que venía detrás mía, me dijo al momento que algo le había picado. En un momento nos vimos rodeados de abejas.
Lo mejor era salir de allí cuanto antes, y aumentar la marcha de las bicicletas era lo mejor. Así que mientras empujaba con fuerza los pedales y sentía un nuevo picotazo en la espalda le dije a ella: "corre, corre, sal corriendo". En ese momento miré hacia atrás sin dar crédito a lo que veía. Ella, interpretando mis palabras en toda su literalidad, se había bajado de la bicicleta, la había dejado tirada en el camino y venía corriendo hacia mí rodeada de abejas.
Le grité que corriera pero con la bicicleta. Se volvió, se montó y empezó a pedalear hacia mí.
Finalmente nos volvimos a casa sin más ganas de paseo, yo con tres o cuatro picotazos y ella con cinco o seis, si no más. A veces pienso que pocos picotazos fueron para las abejas que había.
Luego me explicaba que era tal la confianza y la seguridad que tenía en mí, que a pesar de las abejas, al escuchar que le dije que saliera corriendo ella lo hizo. Y es que hasta unos picotazos de abeja pueden convertirse en un halago, aunque por otro lado me sentí responsable de su decisión de bajarse de la bicicleta."
Por Cástor y Pólux.
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