Solemos
reforzar psicológicamente nuestras decisiones y actos de manera casi inconsciente. Es una forma de
quedarnos tranquilos con lo que hacemos. La mejor manera de convencernos de que
lo que hemos hecho está bien es obteniendo la aprobación de los demás.
Cuando alguien
va de viaje a algún sitio, ¿cuántas veces no habremos escuchado esa frase de “es
fantástico, no hay nada igual, tienes que ir, no sabes lo que te pierdes”?
Parece que quisieran convencernos de las excelencias de su viaje, de que el
lugar al que han ido era el mejor lugar posible al que ir.
La necesidad
de aprobación de lo que hacemos y somos es uno de los rasgos más
característicos de nuestra especie. Denota por un lado el fuerte componente
social de nuestro comportamiento (solemos preferir lo socialmente aceptado a lo
propio –la seguridad de no equivocarnos frente al riesgo de hacerlo,
entendiendo por equivocado lo no aceptado o compartido por los demás-), pero
por otro cierta debilidad, la que nos incapacita o retrae a la hora de hacer
valer lo que verdaderamente creemos de algo o la decisión que hemos adoptado.
Suele costar
mucho reconocer los errores (aunque no debiera), por eso tiene tanto valor
aceptar la idea general, pues por ser la idea más aceptada nadie la tachará de
error y no tendremos que defendernos de nada (defender nuestra idea frente a la
de otro).
La seguridad
en uno mismo y la valentía para defender lo que se cree, aún a riesgo de estar
equivocado y tener que reconocerlo, son dos características a las que no debiéramos
renunciar fácilmente, pero cada cual tiene sus propios condicionamientos y todo
el derecho del mundo en buscar, si quiere, la aprobación de los demás en
detrimento de su propio parecer, pero entonces no pretendamos ser ni los más
originales ni los mejores.
Por Cástor
y Pólux.
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