Y llegó el otoño. Este año se inicia el día 23 y no el 21 al que estábamos acostumbrados. Se trata de una medida astronómica, la del equinoccio de otoño, es decir, el momento en el que, junto con el equinoccio de primavera, las noches duran lo mismo que los días y el sol se sitúa en el plano del ecuador terrestre.
Normalmente esas palabrejas propias de la ciencia astronómica no son muy conocidas: equinoccio, solsticio, órbita, cenit, declinación, nodo, eclíptica, oposición, año luz, unidad astronómica, tiempo universal, viento solar, radiación de fondo y un largo etcétera.
Pero todas esas palabras aluden a conceptos físicos constatables y medibles que dan razón del movimiento de los planetas y los astros, todo un logro de la capacidad inductiva y deductiva de la razón humana con la ciencia como instrumento.
Un mundo apasionante que nos habla de realidades tangibles, lejos de las lógicas filosóficas y religiosas cuyos objetos intangibles pierden sus límites y se disgregan entre razonamientos cada vez más alejados de la propia razón.
La filosofía subsiste allá donde la ciencia no alcanza aún o donde la razón es común a ambas, y la religión subsiste allá donde la ciencia y la filosofía hace tiempo que ya no miran, en las profundidades de lo ignoto, allá donde lo desconocido permite toda posibilidad.
La ciencia no lo alcanza todo, no lo explica todo, y aquello que se le escapa es el campo de acción de la filosofía y la religión, con la salvedad de que la filosofía puede aún concederse razonar sobre los grandes temas sin recurrir a la insólita idea de Dios.
Por Pólux.
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