Qué bonitas son las buenas intenciones. Hay mentes, libros, proyectos, amores, deseos, propósitos... llenos de buenas intenciones.
Pero las buenas intenciones son como un papel en blanco en el que queremos escribir algo definitivo, pero que aún sigue en blanco. Mientras no escribamos nada habrá en el papel.
Por supuesto que una buena intención es el primer paso para un acto satisfactorio, pero es que la vida está llena de muchísimas buenas intenciones y un puñado de actos satisfactorios. La brecha que existe es notoria. Hasta el mismo refranero popular lo recoge cuando dice "entre el dicho y el hecho hay un gran trecho".
¿Por qué sucede esto? Simplemente nuestra mente funciona así. Primero pensamos y luego actuamos (normalmente, porque a veces parece que es al revés). Elaboramos un "plan" mental que luego nos conducirá en nuestros actos. Es la estrategia con la que está definida nuestra mente y nuestra forma de actuar.
Lo que sucede es que muchas veces ese plan no ha tenido en cuenta todas las variables reales que se requieren para realizarlo, está idealizado, y lo sabremos cuando no seamos capaces de llevarlo a la práctica.
Esas idealizaciones suelen reforzar la frustración por no conseguir lo propuesto.
El realismo capaz de evitar esas idealizaciones es una virtud menos frecuente de lo que todos quisiéramos. Entiendo por realismo, en este sentido (es decir, en sentido psicológico y no en sentido filosófico), la capacidad de reconocer y presentar las cosas sin suavizarlas ni exagerarlas, esto es, de entender la realidad sin mediatizarla en exceso por nuestra propia perspectiva.
Pero nuestra mente tiende a volar desenfrenadamente, consecuencia de la plasticidad y flexibilidad mental tan necesarias por otro lado. Nuestros actos necesitan por ello de un perfecto equilibrio entre la realidad y la intención, entre lo que desea la mente y lo que se va a encontrar en la realidad en la que va a actuar.
Nada fácil nos lo pone nuestra naturaleza.
Por Pólux.
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