He de reconocer que yo siempre sentí una clara predilección por la ciencia. Las letras me han interesado menos, aunque creo en su importancia. Pero dentro de éstas, las leyes jurídicas me parecieron, y me parecen, lo más…, digamos “feo”, sin ánimo de ofender a quien le gusten.
El
sentido práctico de las leyes es arbitrario y depende de cada época, pues se
adaptan a la necesidad de legislar y regular las relaciones entre las personas. Sin embargo la ciencia es práctica, y,
junto con la técnica, permite el desarrollo y el progreso. Pero sobre todo
colma el ansia de conocimiento del ser humano como ningún otro campo es capaz
de hacer.
Las
leyes son necesarias, pero discernir sobre ellas no nos lleva a ningún lugar,
más que a depurar su capacidad de regulación. La ciencia, sin embargo, es una
ventana al conocimiento del universo, de todo. Jamás disfruté leyendo una Ley o
un Reglamento, y reconozco, ya por segunda vez, que el escrito más “feo”, más
aburrido (menos algunas herencias tal vez) y con menos gracia que puedo echarme a la cara es una escritura pública. Por el contrario, una teoría científica
es una estructura lógico-racional que intenta explicar la realidad o una parte
de ella, y su sola construcción, junto con la carga racional que implica, es en
sí el mayor logro de la mente humana, lo que me resulta admirable, atractivo y
cautivador.
La Ley es puro raciocinio, pero eso ya me lo da, y
mejor, la filosofía. La ciencia es una ventana al mundo, original y única, que además
nutre nuestro raciocinio. Para mí no hay parangón.
Por Pólux.
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