Anduvo impasible por el camino de tierra que bordeaba el río. Apenas sentía en su rostro el frío aire de aquella mañana. Su corazón desbocado, el dolor en el pecho y la desgana vital que le invadía impedían que pensara con claridad. ¿Acaso podría hacer algo?, se preguntaba. El daño estaba hecho. El engaño de tantos años había sido descubierto y su vida no sería ya igual.
Sabía que perdería su trabajo, sus amigos y su familia. Reconocía que todo era culpa suya, pero también era cierto que la fatalidad le había gastado una mala pasada, aunque eso en nada le consolaba. Se paró y miró al río. El agua calma y oscura le pareció un buen sitio para desaparecer. Pero había que tener mucho valor para eso, un valor que él no tenía.
Se sentó al final del camino, sobre la hierba aún mojada por el rocío. No soportaría el juicio y el reproche de los demás. Podría irse lejos, pero no tenía absolutamente nada. Se echó hacia atrás y se tumbó, sintiendo la fría humedad en su espalda.
Tal vez con el tiempo..., tal vez todo se diluya..., pero siempre quedará una marca, la del dolor que nos transforma y nos hace evolucionar, que nos hace elegir y madurar, que pone fin e inicio a tantas etapas de nuestras vida.
Se levantó y caminó desganado entre los matorrales, que casi le cubrían, y el rumor del agua que corría ahora rápida entre las piedra, sin apartar las ramas que se interponían a su paso, sin escuchar, sin pensar, sin querer ser él.
Por Cástor y Pólux.
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