Buenos días, hoy os escribo yo, Helena de Troya. Los hermanos Cástor y Pólux, a los que tanto quiero (y también a Prometeo y a Orfeo, que luego se encelan), me han pedido que hiciera la introducción de este primer día de mayo, fiesta nacional aquí en España.
Mayo, mes de las flores. |
El mes de mayo me trae muchos recuerdos, del colegio, de amores ... Tiempos convulsos los de la adolescencia, a la que despedí con alegría por saber que no volvería. Quería crecer y dejar todo eso atrás. Pero también tuvo sus grandes momentos.
Dejando los amores aparte (no quiero herir la sensibilidad de estos muchachos de Obtentalia que no dejan de tirarme los tejos, y eso que saben que mi corazón ya está ocupado), recuerdo ahora dos momentos vividos en la época de estudios en el colegio de monjas donde pasé tantos años, relacionados con este mes de mayo que hoy comienza.
EL mes de mayo era el mes de las flores, pero sobre todo el mes de María. Todas las tardes durante este mes acudíamos a la capilla a orarle, cantarle, a llevarle la flor más bonita de nuestro jardín. Y para comprometernos a hacer alguna acción buena, escribíamos nuestro compromiso secreto en un papel que echábamos en una urna de cristal grande y redonda en forma de pecera.
Recuerdo como nos comprometíamos a ser mejores, a cumplir las tareas y las indicaciones de nuestras profesoras (algún profesor también había), y otras tantas cosas por el estilo. Semanalmente renovábamos nuestras promesas volviendo a echar un nuevo papel, con un compromiso secreto escrito, en aquél gran recipiente redondo.
Recuerdo también algo más mundano, trivial y gracioso. En las tardes calurosas que teníamos clase a primera hora de la tarde, cuando nos tocaba historia, ya sabíamos lo que iba a pasar. Así que mientras hacíamos fila en el patio, se corría de unas a otras el rumor: "¿quién va a salir voluntaria a dar la lección de historia?" "Yo", respondía siempre la misma, que era yo. Otras veces, temerosas por no saberse la lección, me lo pedían directamente. Todas suspiraban confiadas y tranquilas ante mi ofrecimiento.
Sentadas ya en la clase la monja, como cada tarde, pedía voluntarias para decir la lección. Yo salía y la monja, con mi retahíla, se entregaba a Morfeo plácidamente. El cuerpo se le relajaba, las piernas se le abrían y las medias se le bajaban hasta las rodillas. Toda una pose digna de ver, y más teniendo en cuenta el recato de las monjas. Todas contenían la risa a media voz. A mí me daba tiempo de terminar la lección y hasta de repetirla. A la monja llegaba un momento en que le daba igual que le contara cómo Napoleón se autoproclamó Emperador o cualquier película. Mis compañeras me lo agradecían porque así les había dado tiempo de estudiarse la lección o de hacer otras actividades. La monja se despertaba y continuaba la clase con normalidad, como si no hubiese pasado nada.
Un beso a todos y feliz día de fiesta.
Por Helena de Troya.
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