Uno de nosotros recuerda como, hace tiempo ya, llegaba a sus oídos
de forma inesperada las quejas de un médico psiquiatra, con el que por cierto
se llevaba bien, debido a que “pregunta demasiado”, según sus propias palabras.
Por lo visto no sólo hemos de ser enfermos, sino que además no podemos
preguntar sobre lo que nos pasa, no tenemos derecho a ello.
Es ese desconocimiento el que añade incertidumbre a la enfermedad.
Y en los casos de somatización más aún, pues pueden llegar a ser muy
aparatosos, y generalmente no se relacionan directamente con la dolencia
diagnosticada. Temblores irrefrenables, desmayos, pérdidas de memoria, falta
total de concentración. En muchos casos no se trata de una taquicardia o de un
dolor en el pecho o en el estómago. ¿Acaso no creen ustedes que una pérdida de
conciencia, el olvido hasta de los nombres de las personas más queridas o
llegar a no saber hacer una suma elemental no es motivo suficiente para algunos
por qué?
El desconocimiento hace volar la imaginación sobre la causa de
todo ello, lo que provoca aún más ansiedad. Pero eso ya no es competencia de
los doctores, según se desprende de sus actuaciones. Ellos están para curar,
pero para curar personas, no perros, gatos u otros animales que no se
cuestionen lo que les sucede. Si no les gustan las preguntas debían haber
estudiado veterinaria.
No todos son así, hay que decirlo en honor a la verdad, ¿pero
cuántos hay de éstos?
Como dice con tanta gracia el saber popular, “suegra, abogado y
doctor, cuanto más lejos mejor”, en el sentido más amplio que puede imaginarse
la frase.
Por Cástor y Pólux.
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