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domingo, 9 de diciembre de 2012

ARTÍCULO. "UNA HISTORIA CON QUÍMICA", parte II, por Pólux,.

“UNA HISTORIA CON QUÍMICA”, parte II.
Por Pólux (09-12-2012)


En la primera parte conté mi interés por la química en general y los explosivos en particular, cómo un conocido que trabajaba en los laboratorios de la Universidad me pasó la “desconocida” fórmula de un fulminante, cómo conseguí uno de los dos ingredientes, de difícil acceso, en la farmacia del suegro de mi tío, y como elaboré las primeras muestras del fulminante.

Con lo poco que me dio el farmacéutico del producto aquél y lo mucho que cogí a sus espaldas, comencé por hacer más pruebas. Pronto me di cuenta de que en pequeñas cantidades no era peligroso, ni siquiera si explotaba en mi mano. Una vez seco, el fulminante esa como un polvo granuloso muy fino y de color oscuro, casi negro. Necesitaba a algún conejillo de indias para hacer más pruebas, y seleccioné a tres incautos: mi madre, uno de mis hermanos, con el que compartía cuarto y golferías varias, y una señora ya mayor que vivía con mi familia desde que yo tenía uso de razón (de hecho era parte de la familia).

Compinchado con mi hermano, tiraba desde una ventana del piso superior de la casa un canuto lleno de fulminante, que se precipitaba sobre el suelo de mármol blanco de un patio interior muy arreglado (en el que se comía y veía la televisión en verano). Para darle más “profundidad” al experimento esperábamos a que nuestra madre estuviera cerca para que escuchara la explosión y viera la mancha que dejaba (que desaparecía en poco más de una hora, aunque ella no lo sabía). Así aprendíamos algo de “psicología” viendo el enfado de mi madre y las amenazas que nos hacía. Nosotros encima nos reíamos en su cara. Finalmente la mancha desaparecía y con ella el entuerto que habíamos provocado.

También de acuerdo con mi hermano, espolvoreaba el fulminante aún húmedo por un pasillo que tenía que transitar la mujer mayor que vivía en casa para ir a su cuarto. Esperábamos escondidos en una habitación cercana, con la puerta abierta, y nos partíamos de risa escuchándola decir improperios y palabrotas ante lo que le sucedía. Cuando plantaba un pié al andar se escuchaban como crujidos secos inexplicables para ella. Se quedaba parada diciendo alguna cosa y proseguía, pero al volver a escuchar los crujidos volvía a pararse, así hasta llegar a su cuarto. No nos podíamos imaginar que aquella señora supiera tantas palabrotas, otro descubrimiento gracias a los experimentos.

Finalmente le tocó el turno a mi hermano. Le cogí un par de libros del colegio y mientras pasaba páginas con una mano, con la otra espolvoreaba, como antes hice en el suelo, fulminante húmedo. Pensé que cuando cogiera el libro para llevárselo ya explotaría el fulminante y se descubriría la broma, pero no fue así. La verdad es que se lo tomó bastante bien. Cuando empezó a pasar páginas del libro ya en clase escuchaba crujidos y los compañeros miraban extrañados. Rápidamente se dio cuenta de lo que pasaba, pero ya no podía pararlo. Me dijo: “gracias a Dios que el profesor no se enteró porque estaba lejos dando la explicación, porque si no a ver qué le digo yo”.


Acabé dominando el manejo del fulminante. Ahora tenía que probarlo en combinación con la pólvora, con la que anteriormente había usado otro fulminante no tan sensible como éste para enviar tornillos por doquier, como ya referí. Hacía ya algún tiempo que había empezado con la pólvora. Prácticamente en cualquier sitio se puede encontrar la fórmula de la pólvora común. Pero hay muchos tipos de pólvora, algunas más potentes que otras, y claro, comencé por la más sencilla para ir posteriormente añadiendo los compuestos que le daban más potencia. No es que fuera un experto en pólvoras pero conocía ya la diferencia entre algunas y podía preparar las proporciones de sus componentes con cierta soltura.

Cuando estaba metido en el tema del fulminante ya andaba buscando un fuerte reductor para mi mezcla de pólvora (para aumentar la capacidad explosiva), pero no sabía bien qué compuesto me podría servir. Así que dejé algo parada la investigación en la pólvora para dedicarle más tiempo al fulminante, hasta que llegó el día que éste escaseó. Tenía que buscar un nuevo proveedor, así que echándole cara al asunto empecé a visitar farmacias y a preguntar por el elemento en cuestión. Incluso perdía clases por dedicar ese tiempo a buscar farmacias. Y no fueron pocas la que visité, en algunas me ponían mala cara y en otras me miraban incrédulos, pero aprendí a que no me importara, pues al fin y al cabo era la única manera que tenía de conseguirlo. Y tanta perseverancia finalmente dio su fruto.

Entré en una farmacia y me atendió el farmacéutico, un señor de unos cuarenta y poco años.

-  ¿Qué desea? –me preguntó al instante.
-  Buenas, mire usted, yo soy estudiante de primero de química y estamos haciendo unas prácticas de laboratorio. Me gustaría poderlas hacer también en mi casa, pues las prácticas son muy escasas. Pero para eso necesito los productos, y, claro, los laboratorios tiene lo justo, y me han dicho que preguntara en alguna farmacia por si me lo pudieran facilitar o vender. Porque en las tiendas especializadas resultan muy caro y sólo venden a partir de determinadas cantidades, 500 gr., 1 kg., dependiendo del producto.
-  Ajá –dijo el farmacéutico moviendo la cabeza como si estuviera recapacitando sobre lo que le acababa de decir. Finalmente hizo un gesto de aceptación y me preguntó:
-    ¿Qué es lo que necesitas?
-   Pues **** ******** -le dije esperando su reacción.
-  Es posible que tenga algo, pasa dentro y lo vemos –dijo cordialmente mientras se volvía para que le siguiera.

Entramos al interior de la farmacia, oculto a la vista de los clientes, buscó por unos muebles de madera que tenía al fondo, con el aspecto de no estar ya en uso. Por fin escuché las palabras mágicas: “aquí está”. Amablemente cogió una bolsa y me dijo que me echara lo que necesitara, que me lo daba sin que tuviera que pagárselo. Yo no me lo podía creer. Cogí un poco (no quería abusar para poder repetir más adelante) y me despedí agradecido. Pero justo antes de irme el farmacéutico me paró y me preguntó:

       -¿Hacéis muchos experimentos en el laboratorio? –aún no sabía yo por donde me venía.
-Hasta ahora hemos hecho …-y le relaté someramente algunas prácticas, sin extenderme, que, claro, nada tenían que ver con el producto que me llevaba.

Entonces me espetó directamente:
      - ¿Tú sabes algo sobre explosivos o cómo hacer pólvora? Es que estoy muy interesado en ese tema.

Por un momento me sentí descubierto. No podía ser, tenía que ser casualidad. Y así era. Tampoco era tan raro que alguien se interesase por el tema, yo mismo llevaba ya tiempo con eso. De forma que intenté actuar con normalidad y le contesté:

-  Sí, algo he hecho. Algunas pruebas con pólvora –le dije sintiéndome algo obligado por su amabilidad con mi petición, y entonces entendí el por qué de esa amabilidad. El también me quería pedir algo.
-  Bueno pues ven cuando necesites algo más y si te parece ya hablamos sobre la pólvora y hacemos alguna prueba.

Me fui contento por haber obtenido lo que quería, aunque algo en mi interior me decía que debía andar con cuidado.

Volví a la farmacia diez o doce días después, tras agotar mis reservas. Nuevamente el farmacéutico me dio más sin poner traba alguna, pero esta vez me pidió que le hiciera una muestra de pólvora, que ponía a mi disposición todos los productos de la farmacia para ello. No pude negarme, al fin y al cabo solo se trataba de hacer un poco de la pólvora que ya hacía en mi casa, y quien me lo pedía no era cualquiera, era un farmacéutico que tenía a mano todos los ingredientes. Tarde o temprano lo haría él mismo, yo solo adelantaba un poco los acontecimientos. Así que me puse manos a la obra.

Mientras cogía los productos me llamó la atención algunos otros que tenía y me los apunté para saber qué eran y si me podían servir para algo. Preparé algo de pólvora en un platito. El farmacéutico, emocionado, le tiró una cerilla y aquello prendió y explotó. Menos mal que era poco lo que preparé, porque de momento se llenó todo de humo y un olor a quemado que preocupó a los clientes, pero el farmacéutico salió y les contó una trola para tranquilizarles. Volví a casa con mi producto y con la mosca detrás de la oreja.

La tercera vez dudé si ir o no a por más producto a la farmacia. En contra tenía ese interés del farmacéutico por la pólvora y los explosivos que aún no sabía a qué venían. Pero tenía dos poderosas razones para ir. Una obtener más producto para hacer el fulminante, y otra el “descubrimiento” que hice sobre uno de los elementos que desconocía y que me apunté en la farmacia. Pude saber que uno de ellos, cuyo nombre no daré por motivos de seguridad, era un fuerte reductor, justo lo que andaba buscando para aumentar el poder explosivo de la pólvora. Tan sólo que el producto de la farmacia añadía la palabra pentahidratado, es decir, que contenía cinco moléculas de agua. Pero ya arreglaría ese problemita del agua de alguna forma, por lo pronto necesitaba tenerlo. Así se gestó mi tercera visita al farmacéutico.

Ya en la farmacia me proveí de todo el producto para el fulminante que pude y cogí también lo que pude del elemento pentahidratado. El farmacéutico me pidió más pólvora, quería más cantidad que la última vez. Me puse manos a la obra, sólo iba a hacer un poco más, pues a esas alturas ya no sabía qué pensar. Mientras lo hacía me desveló su misterioso interés. Me contó que tenía un campo por el que pasaba un riachuelo muy bonito, que daba vistosidad al entorno y al que le gustaba ir muy a menudo. Pero un día observó cómo dejó de pasar agua, hasta que se secó. Entonces fue riachuelo arriba hasta que comprobó que el vecino de la parcela por donde también pasaba el riachuelo había improvisado una pequeña presa para su uso personal y para dar de beber a algún ganado que tenía.

- ¡Pero qué se ha creído ése! –me decía queriendo justificar la idea que seguidamente me iba a proponer.
- No es nadie para hacer eso. Yo se lo he dicho, pero ni caso. Así que si no puede ser por las buenas será por las malas. He pensado en ir una noche y volarle la presa con pólvora. Es más he pensado en ir este viernes o esta sábado, ¿cómo te viene a ti? –dijo con toda normalidad, como si me estuviera invitando a tomar una cerveza.
- No lo sé aún, además la verdad es que no quiero mezclarme en eso –dije queriendo parecer lo más sensato posible.
- Venga hombre, si sólo se trata de ir a poner una bombita en la presa de un tío que se lo merece y que es un caradura –siguió diciendo intentando convencerme.
- Ya te lo diré, hoy aún no lo sé.

No me atreví a llevarle la contraria y le di largas de esa forma. Aquéllo encendió por fin la bombillita de alarma en mi cabeza.

Cuando acabé de hacer la pólvora, el farmacéutico tomó el plato que la contenía y, ni corto ni perezoso, salió de la farmacia a la calle y lo puso en plena acera, mientras pasaba la gente, y allí mismo la prendió. Esta vez salió una llamarada de un metro y medio más o menos de altura, lo que a todas luces encantó al farmacéutico. La gente se apartaba asustada, y los clientes de la farmacia miraban incrédulos. Pero no parecía importarle lo más mínimo, estaba absorto en sus pensamientos, imagino que elucubrando cómo realizaría su venganza contra la tropelía de aquel vecino campestre. Aquello ya era demasiado para mí. Me despedí comprometiéndome ante él a que volvería en uno o dos días para concretar la salida nocturna con intenciones casi terroristas. Me fui sabiendo que no volvería nunca. Y así fue. Adiós a mis provisiones.

Desde entonces me refiero a él como el farmacéutico loco. Pero me fui de allí cargado de productos que me abastecerían una buena temporada, lo suficiente para hacer todas las pruebas que quise y dar carpetazo a los explosivos para dedicarme a otra afición.

Por supuesto mandé algunos tornillos más al “espacio” desde la azotea con la ayuda del nuevo fulminante. Incluso intenté apuntarlo a algún objeto, pero tuve que dejarlo, pues nunca sabía donde acabaría el tornillo y me daba miedo de que entrara por la ventana de algún vecino.

Pero aún queda pendiente un tema. Tenía que deshidratar el elemento reductor y probarlo con la pólvora. Pensé, ¿cómo se deshidrata cualquier cosa, cómo se seca? Pues con calor. Era muy simple y lo tenía delante de las narices. Cogí una cucharita y puse un poco de producto, le apliqué fuego por debajo y esperé. El elemento, a pesar de ser sólido, empezó a burbujear, y al poco quedó un polvillo blanco muy fino. ¡Ya estaba deshidratado! ¿Cómo saberlo con seguridad? Probándolo. Tuve la precaución (menos mal que en algo fui precavido) de utilizar cantidades muy pequeñas. Llené el fondo de un vasito de cristal muy pequeño, de esos que se usan para poner chupitos de licores después de las comidas, con un poco de pólvora (la pólvora que estaba elaborando, que era un híbrido entre la pólvora “clásica” casera y la pólvora negra), y le añadí el reductor deshidratado. Para mezclarlo usé el mango de un pequeño destornillador, agarrándolo por el vástago con la mano cerrada, pues dada su forma curva se adaptaba perfectamente al vaso. 

Todo preparado. Empecé a mezclar …, una vuelta …, dos vueltas …, todo iba bien y aumenté un poco la presión del destornillador, tercera vuelta …y ¡PUM!, aquello explotó con todas sus ganas. Mi suerte fue que hice poca mezcla, como antes dije, y que la mano sujetando el destornillador impidió que una llamarada me llegara directamente a la cara. La mano me la quemé, por supuesto, especialmente por el lado donde está el dedo meñique, y la camisa que llevaba estaba salpicada de pequeñas quemaduras. Entonces sólo pensé una cosa, ¡qué inconsciente!, en estas cosas bajar la guardia es una inconsciencia.

La experiencia es la madre de la ciencia, y por eso ahora sé que cuando la pólvora se mezcla con un fuerte reductor lo que aumenta no es la potencia de la explosión, sino la capacidad explosiva de la mezcla, es decir, la facilidad con la que explota.

Por supuesto, a todos los que tengáis una afición como esa, os sugiero que andéis siempre con mucho cuidado y que os informéis en lo posible de lo que estáis haciendo, para evitar lo que me sucedió a mí.

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