“UNA HISTORIA CON
QUÍMICA”, parte II.
Por Pólux (09-12-2012)
En la primera
parte conté mi interés por la química en general y los explosivos en
particular, cómo un conocido que trabajaba en los laboratorios de la
Universidad me pasó la “desconocida” fórmula de un fulminante, cómo conseguí
uno de los dos ingredientes, de difícil acceso, en la farmacia del suegro de mi
tío, y como elaboré las primeras muestras del fulminante.
Con lo poco
que me dio el farmacéutico del producto aquél y lo mucho que cogí a sus
espaldas, comencé por hacer más pruebas. Pronto me di cuenta de que en pequeñas
cantidades no era peligroso, ni siquiera si explotaba en mi mano. Una vez seco,
el fulminante esa como un polvo granuloso muy fino y de color oscuro, casi
negro. Necesitaba a algún conejillo de indias para hacer más pruebas, y
seleccioné a tres incautos: mi madre, uno de mis hermanos, con el que compartía
cuarto y golferías varias, y una señora ya mayor que vivía con mi familia desde
que yo tenía uso de razón (de hecho era parte de la familia).
Compinchado
con mi hermano, tiraba desde una ventana del piso superior de la casa un canuto
lleno de fulminante, que se precipitaba sobre el suelo de mármol blanco de un
patio interior muy arreglado (en el que se comía y veía la televisión en
verano). Para darle más “profundidad” al experimento esperábamos a que nuestra
madre estuviera cerca para que escuchara la explosión y viera la mancha que
dejaba (que desaparecía en poco más de una hora, aunque ella no lo sabía). Así aprendíamos
algo de “psicología” viendo el enfado de mi madre y las amenazas que nos hacía.
Nosotros encima nos reíamos en su cara. Finalmente la mancha desaparecía y con
ella el entuerto que habíamos provocado.
También de
acuerdo con mi hermano, espolvoreaba el fulminante aún húmedo por un pasillo
que tenía que transitar la mujer mayor que vivía en casa para ir a su cuarto.
Esperábamos escondidos en una habitación cercana, con la puerta abierta, y nos
partíamos de risa escuchándola decir improperios y palabrotas ante lo que le
sucedía. Cuando plantaba un pié al andar se escuchaban como crujidos secos
inexplicables para ella. Se quedaba parada diciendo alguna cosa y proseguía,
pero al volver a escuchar los crujidos volvía a pararse, así hasta llegar a su
cuarto. No nos podíamos imaginar que aquella señora supiera tantas palabrotas,
otro descubrimiento gracias a los experimentos.
Finalmente le
tocó el turno a mi hermano. Le cogí un par de libros del colegio y mientras
pasaba páginas con una mano, con la otra espolvoreaba, como antes hice en el
suelo, fulminante húmedo. Pensé que cuando cogiera el libro para llevárselo ya
explotaría el fulminante y se descubriría la broma, pero no fue así. La verdad
es que se lo tomó bastante bien. Cuando empezó a pasar páginas del libro ya en
clase escuchaba crujidos y los compañeros miraban extrañados. Rápidamente se
dio cuenta de lo que pasaba, pero ya no podía pararlo. Me dijo: “gracias a Dios
que el profesor no se enteró porque estaba lejos dando la explicación, porque
si no a ver qué le digo yo”.
Cuando estaba
metido en el tema del fulminante ya andaba buscando un fuerte reductor para mi
mezcla de pólvora (para aumentar la capacidad explosiva), pero no sabía bien
qué compuesto me podría servir. Así que dejé algo parada la investigación en la
pólvora para dedicarle más tiempo al fulminante, hasta que llegó el día que
éste escaseó. Tenía que buscar un nuevo proveedor, así que echándole cara al
asunto empecé a visitar farmacias y a preguntar por el elemento en cuestión.
Incluso perdía clases por dedicar ese tiempo a buscar farmacias. Y no fueron
pocas la que visité, en algunas me ponían mala cara y en otras me miraban
incrédulos, pero aprendí a que no me importara, pues al fin y al cabo era la
única manera que tenía de conseguirlo. Y tanta perseverancia finalmente dio su
fruto.
Entré en una
farmacia y me atendió el farmacéutico, un señor de unos cuarenta y poco años.
- ¿Qué desea? –me preguntó al instante.
- Buenas, mire usted, yo soy estudiante de primero de
química y estamos haciendo unas prácticas de laboratorio. Me gustaría poderlas hacer
también en mi casa, pues las prácticas son muy escasas. Pero para eso necesito
los productos, y, claro, los laboratorios tiene lo justo, y me han dicho que
preguntara en alguna farmacia por si me lo pudieran facilitar o vender. Porque
en las tiendas especializadas resultan muy caro y sólo venden a partir de
determinadas cantidades, 500 gr., 1 kg., dependiendo del producto.
- Ajá –dijo el farmacéutico moviendo la cabeza como si
estuviera recapacitando sobre lo que le acababa de decir. Finalmente hizo un
gesto de aceptación y me preguntó:
- ¿Qué es lo que necesitas?
- Pues **** ******** -le dije esperando su reacción.
- Es posible que tenga algo, pasa dentro y lo vemos –dijo
cordialmente mientras se volvía para que le siguiera.
Entramos al
interior de la farmacia, oculto a la vista de los clientes, buscó por unos
muebles de madera que tenía al fondo, con el aspecto de no estar ya en uso. Por
fin escuché las palabras mágicas: “aquí está”. Amablemente cogió una bolsa y me
dijo que me echara lo que necesitara, que me lo daba sin que tuviera que
pagárselo. Yo no me lo podía creer. Cogí un poco (no quería abusar para poder
repetir más adelante) y me despedí agradecido. Pero justo antes de irme el
farmacéutico me paró y me preguntó:
-¿Hacéis
muchos experimentos en el laboratorio? –aún no sabía yo por donde me venía.
-Hasta ahora
hemos hecho …-y le relaté someramente algunas prácticas, sin extenderme, que,
claro, nada tenían que ver con el
producto que me llevaba.
Entonces me
espetó directamente:
-
¿Tú sabes algo sobre explosivos o cómo hacer pólvora? Es que estoy muy
interesado en ese tema.
Por un momento
me sentí descubierto. No podía ser, tenía que ser casualidad. Y así era. Tampoco
era tan raro que alguien se interesase por el tema, yo mismo llevaba ya tiempo
con eso. De forma que intenté actuar con normalidad y le contesté:
- Sí, algo he hecho. Algunas pruebas con pólvora –le dije
sintiéndome algo obligado por su amabilidad con mi petición, y entonces entendí
el por qué de esa amabilidad. El también me quería pedir algo.
- Bueno pues ven cuando necesites algo más y si te parece
ya hablamos sobre la pólvora y hacemos alguna prueba.
Me fui
contento por haber obtenido lo que quería, aunque algo en mi interior me decía
que debía andar con cuidado.
Volví a la
farmacia diez o doce días después, tras agotar mis reservas. Nuevamente el
farmacéutico me dio más sin poner traba alguna, pero esta vez me pidió que le
hiciera una muestra de pólvora, que ponía a mi disposición todos los productos de
la farmacia para ello. No pude negarme, al fin y al cabo solo se trataba de
hacer un poco de la pólvora que ya hacía en mi casa, y quien me lo pedía no era
cualquiera, era un farmacéutico que tenía a mano todos los ingredientes. Tarde
o temprano lo haría él mismo, yo solo adelantaba un poco los acontecimientos.
Así que me puse manos a la obra.
Mientras cogía
los productos me llamó la atención algunos otros que tenía y me los apunté para
saber qué eran y si me podían servir para algo. Preparé algo de pólvora en un
platito. El farmacéutico, emocionado, le tiró una cerilla y aquello prendió y
explotó. Menos mal que era poco lo que preparé, porque de momento se llenó todo
de humo y un olor a quemado que preocupó a los clientes, pero el farmacéutico
salió y les contó una trola para tranquilizarles. Volví a casa con mi producto
y con la mosca detrás de la oreja.
La tercera vez
dudé si ir o no a por más producto a la farmacia. En contra tenía ese interés
del farmacéutico por la pólvora y los explosivos que aún no sabía a qué venían.
Pero tenía dos poderosas razones para ir. Una obtener más producto para hacer
el fulminante, y otra el “descubrimiento” que hice sobre uno de los elementos
que desconocía y que me apunté en la farmacia. Pude saber que uno de ellos,
cuyo nombre no daré por motivos de seguridad, era un fuerte reductor, justo lo
que andaba buscando para aumentar el poder explosivo de la pólvora. Tan sólo
que el producto de la farmacia añadía la palabra pentahidratado, es decir, que
contenía cinco moléculas de agua. Pero ya arreglaría ese problemita del agua de
alguna forma, por lo pronto necesitaba tenerlo. Así se gestó mi tercera visita
al farmacéutico.
Ya en la
farmacia me proveí de todo el producto para el fulminante que pude y cogí
también lo que pude del elemento pentahidratado. El farmacéutico me pidió más
pólvora, quería más cantidad que la última vez. Me puse manos a la obra, sólo
iba a hacer un poco más, pues a esas alturas ya no sabía qué pensar. Mientras
lo hacía me desveló su misterioso interés. Me contó que tenía un campo por el
que pasaba un riachuelo muy bonito, que daba vistosidad al entorno y al que le
gustaba ir muy a menudo. Pero un día observó cómo dejó de pasar agua, hasta que
se secó. Entonces fue riachuelo arriba hasta que comprobó que el vecino de la
parcela por donde también pasaba el riachuelo había improvisado una pequeña
presa para su uso personal y para dar de beber a algún ganado que tenía.
- ¡Pero qué se ha creído ése! –me decía queriendo
justificar la idea que seguidamente me iba a proponer.
- No es nadie para hacer eso. Yo se lo he dicho, pero ni
caso. Así que si no puede ser por las buenas será por las malas. He pensado en
ir una noche y volarle la presa con pólvora. Es más he pensado en ir este
viernes o esta sábado, ¿cómo te viene a ti? –dijo con toda normalidad, como si
me estuviera invitando a tomar una cerveza.
- No lo sé aún, además la verdad es que no quiero
mezclarme en eso –dije queriendo parecer lo más sensato posible.
- Venga hombre, si sólo se trata de ir a poner una
bombita en la presa de un tío que se lo merece y que es un caradura –siguió
diciendo intentando convencerme.
- Ya te lo diré, hoy aún no lo sé.
No me atreví a
llevarle la contraria y le di largas de esa forma. Aquéllo encendió por fin la
bombillita de alarma en mi cabeza.
Cuando acabé
de hacer la pólvora, el farmacéutico tomó el plato que la contenía y, ni corto
ni perezoso, salió de la farmacia a la calle y lo puso en plena acera, mientras
pasaba la gente, y allí mismo la prendió. Esta vez salió una llamarada de un
metro y medio más o menos de altura, lo que a todas luces encantó al
farmacéutico. La gente se apartaba asustada, y los clientes de la farmacia
miraban incrédulos. Pero no parecía importarle lo más mínimo, estaba absorto en
sus pensamientos, imagino que elucubrando cómo realizaría su venganza contra la
tropelía de aquel vecino campestre. Aquello ya era demasiado para mí. Me
despedí comprometiéndome ante él a que volvería en uno o dos días para
concretar la salida nocturna con intenciones casi terroristas. Me fui sabiendo
que no volvería nunca. Y así fue. Adiós a mis provisiones.
Desde entonces
me refiero a él como el farmacéutico loco. Pero me fui de allí cargado de
productos que me abastecerían una buena temporada, lo suficiente para hacer
todas las pruebas que quise y dar carpetazo a los explosivos para dedicarme a
otra afición.
Por supuesto
mandé algunos tornillos más al “espacio” desde la azotea con la ayuda del nuevo
fulminante. Incluso intenté apuntarlo a algún objeto, pero tuve que dejarlo,
pues nunca sabía donde acabaría el tornillo y me daba miedo de que entrara por
la ventana de algún vecino.
Pero aún queda
pendiente un tema. Tenía que deshidratar el elemento reductor y probarlo con la
pólvora. Pensé, ¿cómo se deshidrata cualquier cosa, cómo se seca? Pues con
calor. Era muy simple y lo tenía delante de las narices. Cogí una cucharita y
puse un poco de producto, le apliqué fuego por debajo y esperé. El elemento, a
pesar de ser sólido, empezó a burbujear, y al poco quedó un polvillo blanco muy
fino. ¡Ya estaba deshidratado! ¿Cómo saberlo con seguridad? Probándolo. Tuve la
precaución (menos mal que en algo fui precavido) de utilizar cantidades muy
pequeñas. Llené el fondo de un vasito de cristal muy pequeño, de esos que se
usan para poner chupitos de licores después de las comidas, con un poco de
pólvora (la pólvora que estaba elaborando, que era un híbrido entre la pólvora “clásica”
casera y la pólvora negra), y le añadí el reductor deshidratado. Para mezclarlo
usé el mango de un pequeño destornillador, agarrándolo por el vástago con la mano cerrada, pues dada su forma curva se adaptaba
perfectamente al vaso.
Todo preparado. Empecé a mezclar …, una vuelta …, dos vueltas …, todo iba bien y aumenté un poco la presión del destornillador, tercera vuelta …y ¡PUM!, aquello explotó con todas sus ganas. Mi suerte fue que hice poca mezcla, como antes dije, y que la mano sujetando el destornillador impidió que una llamarada me llegara directamente a la cara. La mano me la quemé, por supuesto, especialmente por el lado donde está el dedo meñique, y la camisa que llevaba estaba salpicada de pequeñas quemaduras. Entonces sólo pensé una cosa, ¡qué inconsciente!, en estas cosas bajar la guardia es una inconsciencia.
Todo preparado. Empecé a mezclar …, una vuelta …, dos vueltas …, todo iba bien y aumenté un poco la presión del destornillador, tercera vuelta …y ¡PUM!, aquello explotó con todas sus ganas. Mi suerte fue que hice poca mezcla, como antes dije, y que la mano sujetando el destornillador impidió que una llamarada me llegara directamente a la cara. La mano me la quemé, por supuesto, especialmente por el lado donde está el dedo meñique, y la camisa que llevaba estaba salpicada de pequeñas quemaduras. Entonces sólo pensé una cosa, ¡qué inconsciente!, en estas cosas bajar la guardia es una inconsciencia.
La experiencia
es la madre de la ciencia, y por eso ahora sé que cuando la pólvora se mezcla
con un fuerte reductor lo que aumenta no es la potencia de la explosión, sino
la capacidad explosiva de la mezcla, es decir, la facilidad con la que explota.
Por supuesto, a
todos los que tengáis una afición como esa, os sugiero que andéis siempre con
mucho cuidado y que os informéis en lo posible de lo que estáis haciendo, para
evitar lo que me sucedió a mí.
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