Cuando se es niño todo es posible. No hay más que pensar de lo que son capaces lo Reyes Magos.
En la pubertad se cree que todo lo que se piensa es posible. Es tal vez la época más idealista, pues poca es la experiencia que aún se tiene.
En la adolescencia se piensa que aquello en lo que se cree puede hacerse realidad si se lucha por ello. Se vislumbra cierto realismo incipiente a todas luces insuficiente. Se suele echar en cara a los demás, especialmente a los que ya han pasado la adolescencia, que no luchen por cambiar las cosas. Vemos que todavía no se ha perdido la inocencia.
En la edad adulta el pensamiento se va adaptando al entorno, a la vida que impone su ley, una vez se comprende que si bien la lucha idealista puede coexistir, no puede hacerlo con la inocencia y la falta de realismo de la adolescencia. Cada vez menos cosas son posibles.
En la madurez suele darse la mayor adaptación al sistema y la forma de vida en que nos hemos desarrollado. Importa más lo probable que lo posible, porque la lucha se vuelve más hacia uno mismo, hacia conseguir objetivos personales.
En la vejez se aprende lo qué es realmente la crueldad. Se aprecia el verdadero alcance del idealismo y la experiencia se convierte en la medida cierta de las cosas. La perspectiva única bajo la que se aprecia todo produce cierta sonrisa incontenible ante el arrojo y la superioridad de los más jóvenes, cuyo único valor, caso de serlo, es su juventud.
A partir de ahí la caída es vertiginosa, y la forma en que se es ignorado resulta insultante.
La verdad de las cosas depende de la edad con la que se miren.
Por Pólux.
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