Nuestra idea de las cosas va por un lado, y la forma en que actuamos por otro. No siempre hay coherencia interna entre lo que decimos y lo que hacemos, simplemente porque hablar es muy fácil, pero actuar es ya otra cosa.
Creemos que una muerte cercana y dolorosa o una enfermedad muy grave en la que nos jugamos la vida puede cambiar algo nuestra forma de entender la vida, de afrontarla, en definitiva, que puede cambiar nuestra mentalidad. Y siempre entendemos que puede cambiarla para bien, pues hace ver con claridad y distinguir lo importante de lo que no lo es.
Mi experiencia es que en algunos casos así es, pero que en muchos no lo es. Todo depende de nuestra resiliencia, nuestra inteligencia emocional y, en general, nuestra capacidad para ver más allá de nuestras propias narices.
Uno pensaría que la muerte de un hijo une más a sus padres, sin embargo la realidad demuestra, como ya me dijo en una ocasión una psicóloga, que en la mayoría de los casos, la gran mayoría, les separa.
Tal vez tengamos una idea demasiado poética de nosotros mismos y nuestra capacidad, pero la realidad nos enseña no lo que puede ser, que es lo que parece que ronda en nuestra mente, sino lo que es.
Suele ser más fácil tergiversar la realidad para adecuarla a nuestro pensamiento que cambiar éste para adecuarlo a la realidad. A la experiencia me remito.
Por Pólux.
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