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sábado, 1 de diciembre de 2012

ARTÍCULO. UNA HISTORIA CON QUÍMICA, parte I.

UNA HISTORIA CON QUÍMICA, PARTE I.
Por Pólux (01-12-2012)


Siempre me atrajo la química. Es una de las pocas aficiones que llegué a dejar con el tiempo, aunque no el interés por ella.

Recuerdo aquel primer (y último) año estudiando la carrera de química …, fue toda una liberación a nivel personal. Pero no es de eso de lo que quiero hablar.

Mi interés por la química, y por la ciencia en general, lo ha sido no sólo a nivel teórico, sino también a nivel práctico.

Por aquel entonces conseguí (los precios prohibitivos me obligaban a “buscarlos” por ahí) mi primer matraz, tubos de ensayo, vaso de precipitación, útiles para observar por un pequeño y maltrecho microscopio, al que mantenía con un par de objetivos de los cuatro o cinco que tenía originariamente, etc. Los tubos de ensayo, con improvisados tapones, descansaban en una plataforma de poliestireno expandido preparada al efecto (eso que vulgarmente llamamos corcho blanco y se utiliza en el envoltorio de electrodomésticos), algo cutre pero efectivo.

En aquella época -y creo que aún hoy- trabaja en los laboratorios de la Universidad un conocido que tenía mi misma afición, pero bastante más desarrollada en todos los sentidos. En una ocasión me enseñó el pequeño laboratorio que tenía en su casa. Aquello me impresionó, y cuando comparaba mi “laboratorio” con aquello sólo me venía una palabra a la cabeza, “porquería”, y una sensación, “desánimo”. Pero como era lo único a lo que podía aspirar, dados mis muy limitados medios, no me quedó otra que reponerme.

Aquel conocido me enseñó mucho, trucos, fórmulas, mezclas, compuestos … Se ve que disfrutaba enseñando tanto como yo aprendiendo. Y mira por donde también coincidíamos en una predilección dentro de nuestra afición, los explosivos. Como no podía ser de otra forma, él no sólo preparaba compuestos explosivos y fulminantes, también probaba pequeños cohetes. En mí el tema de los cohetes se redujo a enviar algunos tornillos no sé aún donde, pero desde luego bastante lejos. Para ello ideé un pequeño dispositivo con un explosivo y algo de fulminante, sobre lo que descansaba, más o menos encajada, la cápsula elevadora, es decir, el tornillo. Un par de retorcidos cables llevarían corriente desde la fuente de alimentación, es decir, una pila de petaca, hasta el fulminante, que haría explosionar el explosivo, lo que a su vez enviaría por los aires la “cápsula”. Ni que decir tiene que tomaba mis medidas de precaución, pues nada me aseguraba que aquello no reventara y el tornillo me diera en un ojo. Así que me parapetaba tras una puerta.
Creo que de todo eso lo que realmente más me entretenía y gustaba era idear artefactos e intentar llevarlos a la práctica. Sólo podía suplir la escasez de medios con algo de ingenio, y ese reto era lo que realmente me gustaba.

Un día el conocido del que antes he hablado, me dio la fórmula de un fulminante muy sensible, con las oportunas advertencias, por supuesto. Incluso me comentó que muchos entendidos en química no sabían que aquellos dos compuestos podían llegar a reaccionar formando el fulminante, y me propuso que se lo preguntara a mi profesor de prácticas de laboratorio, “apuesto a que no tiene ni idea”, me dijo. Así lo hice, le pregunté al profesor y éste, muy seguro de sí y como si le estuviera preguntando la tontería propia de un novato de primero, me contestó que esos compuestos no reaccionaban. Ante él quedaría como un novato pero por dentro me sentía triunfador. Ja, ja, era verdad, no tenía ni idea.

Por un motivo de seguridad no voy a revelar los “ingredientes” de la fórmula del fulminante, sumamente sencilla, aunque más bien diría que peligrosamente sencilla. Sólo añadir que eran dos los elementos que se necesitaban, uno se podía adquirir fácilmente y muy barato en el comercio normal, de hecho en todas las casas siempre ha habido un bote de ese producto (aunque casa vez se usa menos). El otro elemento era más complicado de conseguir, pero mi conocido me dio una pista, “prueba en las farmacias”. Lo primero que hice fue preguntar en una tienda de productos químicos de laboratorio y casi me da un espasmo cuando me dieron el precio. No era una opción. Entonces puse en marcha la segunda y más clara opción: la farmacia.

Pero aquello no era tan fácil como ir a pedir aspirinas, tenía que llevar preparada una buena razón para pedir aquello, más que por ser peligroso, que no lo era, por la rareza que suponía que alguien se interesara por ese producto.

El suegro de un tío, un señor mayor que tenía una farmacia cerca de mi casa, era mi primera y mejor opción, aunque parecía demasiado serio para mis intenciones. Era una farmacia muy antigua (dentro podía leerse la palabra botica en varios estantes) y tenía restos de productos que antaño utilizó para hacer análisis clínicos y no sé que más cosas, porque lo que yo buscaba desde luego no servía para eso. Cuál no fue mi sorpresa cuando me dijo que lo tenía. Entonces llegó la pregunta:

-Para qué lo necesitas.
-Es que estoy estudiando química y estamos haciendo unas prácticas en el laboratorio…, y me gustaría repetirlas en casa –le mentí lo mejor que supe.

Menos mal que no me preguntó en qué consistía la práctica, porque le habría tenido que soltar un rollo de cuidado.

Con lo poco que me dio comencé mis prácticas. Pero las primeras muestras se estropearon en conseguir las proporciones adecuadas para la reacción y en hacer pruebas con el resultado.

La siguiente vez el suegro de mi tío me puso más problemas para darme aquello. Supe entonces que no habría una siguiente vez. Se ausentó unos instantes para atender a un cliente y yo aproveché para abrir la estantería donde tenía el producto y coger todo lo que pude escondido en un folio A4 que llevaba encima, doblándolo mal y deprisa. Pero no me vio. Él me dio un poco más y me dijo que eso era todo lo que podía darme, que eran productos muy caros y que las prácticas las hiciera como todos en el laboratorio. Es curioso como cambia la visión que podemos tener de las personas. Aquel farmacéutico me había parecido siempre (en mi infancia y hasta poco más del inicio de mi juventud) alguien serio, mayor, ajeno, cortante, de difícil trato, pero con el tiempo comprobé que eso derivaba más de mi percepción que de la realidad. Era una persona afable, tan solo un poco “antigua” en cuanto a mentalidad y trato, propio de su edad por otra parte.

Pronto se me plantearía el problema de conseguir más “materia prima”, pero mientras tanto había conseguido suficiente para una temporada. Inicié más ensayos y fui depurando la técnica para manejar el fulminante una vez preparado. El fulminante era el resultado de una disolución. Una vez producida la reacción química (podía tardar 15 ó 20 minutos de forma natural, sin ayuda) retiraba el producto, que tenía que secarse. Una vez seco ya tenía el fulminante, que era tan sensible que apenas se podía manipular. Eso lo descubrí a base de que me explotara en mis propias manos muchas veces, pero no pasaba nada grave, pues eran pequeñas cantidades y se trataba de un fulminante, no de un explosivo.

El fulminante es una sustancia que explosiona de forma rápida y con cierta facilidad, pero con poca potencia, y se suele usar para iniciar la reacción del explosivo, de explosión más lenta pero más potente. Este procedimiento es el que se usa para las balas de las armas de fuego. Un ejemplo de fulminante lo tenemos en las cerillas que usamos para hacer fuego, que explosionan con el simple roce.

Había, pues, que preparar aquello para su uso antes de que se secara, lo que sucedía en 10 ó 15 minutos. Como no sabía bien como manipularlo, y dados los problemas que ello me estaba causando, comencé a hacer paquetitos de papel para su almacenamiento, que tampoco me solucionaban mucho el problema, pero que me hicieron ver que podía usarlos como petardos. Hacía una especie de tubito de papel enrollándolo, y después cerraba uno de los extremos simplemente retorciendo un poco el papel, como si fuera el lado de un caramelo, dejando abierto el otro extremo para rellenarlo con el fulminante, para después cerrarlo retorciéndolo igualmente. Lógicamente tardaría más tiempo en secarse el fulminante, así que solía dejar los cartuchitos para usarlos al día siguiente. Llegado el momento sólo había que dejarlos caer al suelo, y al impactar contra éste explosionaba con un fuerte ruido, con humo incluido, y dejando una amplia mancha (un círculo de casi un metro de diámetro) de color morado oscuro con muy mala pinta. Pero desaparecía por sí sola en una hora o poco más. Aquello impresionaba y se prestaba además a una amplia gama de bromas.

1 comentario :

  1. Deberían hacer un examen psicológico a todo el que estudia química. Está claro q hoy en día, un tarado cualquiera nos puede hacer saltar por los aires. Pólux!!!! espero seas buena gente.....Muaaaak!!!!!!

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